Mi liberación la encontré descansando
Detrás de la fortaleza glorificada, hay una mujer que pide descanso.
He notado que para los estándares de muchas personas, yo soy una mujer fuerte. Hago ejercicio, he bailado profesionalmente y los años en las artes marciales me han otorgado la confianza de saberme capaz en mi defensa frente a cualquier macharrán.
Si bien me reconozco como una mujer fuerte, no puedo evitar pensar en las brujas y en las mujeres que históricamente fueron glorificadas por ser fuertes. Madres solteras, brujas del pueblo, maestras cobrando salario mínimo, trabajando más de 50 horas semanales. Pienso en ellas y en los halagos que les rodean. Casi como si quisieran convencerlas de que sus sacrificios son indicadores de amor. Del mismo modo, no puedo evitar notar el contraste perverso que existe entre la cantidad de aplausos y halagos que reciben por ser “tan resilientes”, frente a la ausencia del “¿qué necesitas?” o ¿cómo te apoyo?”.
Debo admitir que reconocer este contraste tan doloroso me lleva a las lágrimas. Porque, a pesar de que la resiliencia puede inspirar a algunes, ¿en dónde queda la humanidad y el derecho a descansar de estas mujeres? ¿En dónde están los miembros de sus comunidades, y por qué no ven la urgencia de cuidar la salud mental y su derecho a pausar?
Al final siempre acabo con la misma reflexión pulsando entre las sienes: ¿Por qué dejamos joder a las mujeres de nuestras comunidades mientras les aplaudimos su resiliencia desde nuestra zona de confort?
En mi familia se hacen cuentos de nuestras ancestras, por lo menos, de las que se saben los nombres. Entre tantas, se habla de mi tatarabuela Mercedes, una mujer fuerte, tocaya de la mitad de mis primas, mi hermana, mi tía y mi abuela. La primera Mercedes y la bruja del pueblo.
Mercedes crió a su hijo sola luego de enviudar. A pesar de tener personas constantemente en su hogar, pidiéndole que les canalizara sus muertos y que les diera mensajes del más allá, mi tatarabuela Mercedes murió de hambre. Se sabe que nunca le cobró un centavo a las personas que ayudaba. Su hijo tenía 10 años cuando murió.
No puedo evitar pensar en cómo el autosacrificio se justifica a través de un entendido social de que la fortaleza de las mujeres es algo que celebramos y hasta esperamos de ellas.
Se nos aplaude por ser sacrificadas, por abandonar nuestro bienestar por el bien de los demás. Se nos canoniza cuando nos ven jodidas, porque es ahí donde está el valor de una mujer según la sociedad– en cuánto les podemos dar.
Somos “mujeres fuertes,” y, según muches, eso debería ser suficiente para sentirnos a gusto con nosotras mismas. Aunque la estemos pasando mal y no tengamos ayuda.
Reconozco mi fortaleza, pero me enerva que me la recuerden.
Muchos de los comportamientos que celebran los aprendí porque no tenía de otra, no tenía quién me ayudara. Ser fuerte es chévere cuando escoges serlo, pero cuando lo estás siendo porque no hay otra alternativa, es jodón, y duele ser celebrada por lo bien que lo haces sola y que no se cuestione si necesitas ayuda, si estás bien o si quieres descansar…
La realidad es que me considero resiliente y serlo es parte de mi empoderamiento. Pero es solo eso: una parte.
Es importante mencionar que no es lo único que soy. También soy sensible y creativa, tengo necesidades emocionales y físicas que no radican desde mi fortaleza, sino desde mi humanidad.
Reconocer que mi valor y respeto no dependen de cuán fuerte soy ha cambiado por completo cómo me enfrento a una sociedad que no respeta a una mujer en su vulnerabilidad genuina, dígase, cuando es una vulnerabilidad suya y no la versión de cómo se “debería” verse una mujer según la sociedad machista.
Entender esto me ha permitido reconocer que, contrario a lo que nos dicen, no estamos en un sistema que nos apoya en nuestra vulnerabilidad, mucho menos, en los momentos en los que nos sentimos frágiles. Vivimos en un sistema cruel, que nos castiga, culpa y humilla, cuando no producimos suficiente, o cuando no aguantamos el dolor. Un sistema que deshumaniza y nos tilda de débiles, brutas y merecedoras de una gran variedad de violencias cuando no cumplimos con estas expectativas irreales de lo que “debería ser” una mujer fuerte.
No quiero ser fuerte. Ya me cansé. Quiero descansar tranquila y que mi pareja o alguna amistad me traiga un vasito de agua. Quiero días lentos, conversaciones sobre amor propio con mis amistades, comidas deliciosas que requieran tiempo y amor para prepararse, cocinar y comer en comunidad.
Lo más que deseo es poder depender, delegar y descansar.
Pienso en cuántas mujeres pasan por lo mismo, y cuántas mujeres han muerto por esto, porque sabemos que el estrés puede llegar a ser tanto que nos afecta fisiológicamente. Pienso en mi tatarabuela Mercedes, la bruja del pueblo, que murió sola en la pobreza, a pesar de que ayudaba a todo el mundo. Pienso también en mi tatarabuela Rosa, quien se hartó de las violencias de su marido y se fue del monte con sus hijas buscando darles más oportunidades de las que ella tuvo.
Pienso en todas las mujeres cuyos nombres no sé, que murieron exhaustas, sin que nadie respetara su derecho a descansar.
En las que dan la lucha actualmente en vida. Mujeres que transforman sus realidades, ayudan, sostienen, sanan y salvan comunidades enteras. Y quiero que más gente se pregunte: ¿Quién cuida de ellas? ¿Quién las salva? ¿Quién las sostiene? Quiero que más comunidades sostengan a las mujeres que las habitan, en vez de dejarles el trabajo a un concepto espiritual, o a alguna persona hipotética que tal vez vendrá después, pero que en la práctica, rara vez aparece.
Descansar es una decisión ejecutiva que he decidido tomar para romper ciclos de trauma intergeneracional, por mi salud mental y emocional. Cuando pienso en esto, siento a mis ancestras, casi sorprendidas de que esto siquiera sea una opción, y mi corazón se sonríe.
De repente, me siento más libre y reafirmo que mi liberación la encontré descansando.